domingo, 8 de mayo de 2016

ASCENSIÓN DEL SEÑOR

    Ésta es una fiesta importante dentro del calendario litúrgico. Es una solemnidad y la liturgia utiliza sus mejores galas. La Ascensión de Jesús a los cielos es un día de gozo para quienes hemos seguido a Jesús por los caminos de Palestina. Su palabra nos ha conmovido. Habla de una manera cautivadora. Su trágica muerte nos hizo dudar en nuestra fe que de una manera tan dura había sido puesta a prueba. Muchos le abandonamos en aquellos momentos. Creíamos que nos traería un reino en la tierra. El pueblo estaba oprimido por los romanos. Rechazábamos la  Pax romana. No habíamos entendido nada. Su reino de paz, justicia y verdad no era de este mundo. De nosotros, sus seguidores, dependía que ese revolucionario mensaje llegase a todos a través de los siglos. Al tercer día, resucitó como lo había anunciado. Se apareció a muchos que dan testimonio y su testamento merece toda nuestra confianza. También en la actualidad, casi veinte siglos después, podemos sentir miedo y zozobra. Llegada la hora, después de dar las últimas instrucciones a los apóstoles, comenzó a elevarse hasta quedar oculto por una nube. También yo miró hacia ese cielo lleno de estrellas esperando su retorno. Como los apóstoles, por un momento me siento triste. Nos ha dejado el Maestro. Rápidamente, me doy cuenta de mi error. Se nos ha quedado en la Eucaristía, el mejor alimento para nuestro cuerpo y nuestra alma. Cuando voy por calle, lo veo en ese hombre que me cede el asiento en el autobús o me ofrece su ayuda cuando me ve indefenso y necesitado. Sepamos ver a Cristo en ese padre que lleva su familia adelante y responde con una sabiduría que desconocía tener las preguntas de sus hijos. Avanzo unos metros y veo a alguien que me interroga con su mirada. Detrás de esos ojos hay una vida que quiere compartir. Jesús está entre nosotros y se muestra con diferentes rostros de tristeza y de alegría. Escuchémosle.