Con un luminoso sol, cuya luz entra por la ventana de la habitación donde escribo, quiero en pocas líneas hacer una semblanza de la festividad que hoy celebramos. Como era su costumbre, Jesús viaja a Jerusalén para celebrar la Pascua con sus amigos más cercanos. A su llegada, un numeroso grupo de personas le recibe con palmas y ramos. Esperan un mesías, un salvador. Su vida no es fácil bajo la dominación romana. Alfombran las calles con sus mantos mientras dan gritos de alabanza. En nuestras ciudades, multitud de fieles seguidores de esta devoción muy popular acuden a los templos y presencian, por nuestras calles, los desfiles procesionales. Pocos días después, un grupo mucho más numeroso en el que quizá estén algunos de los que ahora le vitorean pedirán su muerte. Yo, un pecador, no sé en que lado debo colocarme: en la llegada triunfante de Jesús a Jerusalén o en el drama del Calvario donde un inocente, víctima de un juicio injusto, muere por mis pecados. Es el doble significado de la liturgia de hoy donde queda evidente el contraste de las procesiones del domingo de ramos con la lectura seria y dramática del relato de la pasión y muerte de Cristo. Un grupo de escribas y fariseos se sentirán amenazados en sus privilegios. Así iniciarán una conspiración para conseguir la muerte del maestro. Esta es mi fe y éste mi testimonio.
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