La Cuaresma da inicio al tiempo más fuerte del calendario litúrgico. Nos preparamos física y espiritualmente para participar en la Pascua. La celebración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo es el fundamento de nuestra fe. Son cuarenta días, en los cuales podemos meditar sobre la conversión, el pecado, la penitencia y el perdón. Comienza el Miércoles de Ceniza y finaliza antes de la Misa de la Cena del Señor del Jueves Santo. Es un tiempo para conocernos internamente. Acompañar a Cristo supone renunciar a parte de nosotros mismos para seguirle. No es fácil. La conversión supone cuestionar nuestro modo de vida, nuestras prioridades. La entrega a los más necesitados es una exigencia del amor. Caminamos a diario por el desierto de la incomprensión, del egoísmo, de la falta de compromiso. Las tentaciones nos acechan a la vuelta del camino. Sabemos que podemos contar con la ayuda del Espíritu Santo. Surgen las dudas. Nuestra fe y nuestras costumbres son criticadas diariamente en esta sociedad injusta. Muchos hermanos nuestros sufren persecución y debemos poner sordina a nuestro testimonio. No podemos seguir tristes. Es la Pascua del Señor. Hemos seguido a Jesús por los caminos de Palestina, le hemos escuchado hablar de perdón, de misericordia. Sus bienaventuranzas no fueron solo un consuelo en medio de nuestras aflicciones, sino además un exigente programa de vida. Su palabra es vida, es emoción, es esperanza. No habíamos escuchado palabras como aquellas que conmovían nuestro corazón. Ciertamente, es el hijo del carpintero, uno de nosotros. No olvidemos que también es el Hijo de Dios, enviado por el Padre para darnos la vida eterna en un mundo nuevo, sin penas ni tristezas. Ésta es nuestra fe y éste mi testimonio.
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