Dentro de las conmemoraciones
litúrgicas de nuestro calendario, brilla con especial fulgor este día de la
Asunción de la Virgen María a los Cielos. La Iglesia se llena de inmensa
alegría, porque, al contemplar la gloria de la Madre del Señor, sobre la que
brilla la luz de la Pascua celebra el poder de Dios. En previsión de los
méritos de Jesucristo, el Padre distinguió a María sobre las demás creaturas.
Acabada su misión entre nosotros, fue elevada a la gloria celestial. Desde los
primeros siglos de la historia de la Iglesia existe entre los cristianos la
convicción de que María, libre de toda culpa original, es la primera redimida
por Cristo. El cuerpo de María no fue sometido a la corrupción del sepulcro.
Según el punto de vista de San Germán de Constantinopla, el cuerpo de la Virgen
María, la Madre de Dios, se mantuvo incorrupto y fue llevado al Cielo, no sólo
por el hecho de su maternidad divina, sino también por la santidad de su cuerpo
virginal: “Tú, según está escrito, te muestras con belleza y tu cuerpo virginal
es todo él santo, todo él casto, todo él morada de Dios, todo lo cual hace que
esté exento de disolverse y convertirse en polvo y que, sin perder su condición
humana, sea transformado en cuerpo celestial incorruptible, lleno de vida y
sobremanera glorioso, incólume y partícipe de la vida perfecta”. La Virgen,
desde el Cielo, cuida de nosotros. La Asunción de
María fue declarada dogma oficial de la Iglesia Católica Romana en 1950 por el
Papa Pío XII. Peregrinos en la tierra, ella es nuestro camino y
esperanza en un futuro mejor.
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