Hoy celebramos, con gran solemnidad, la festividad de Pentecostés con la que finaliza el ciclo pascual. En el quincuagésimo día después de la Ascensión del Señor, se encontraban reunidos los apóstoles con la Madre de Jesús. De pronto, se escuchó un fuerte viento y pequeñas lenguas de fuego se posaron sobre cada uno de ellos. Fue algo prodigioso. Quedaron llenos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas que desconocían. La fiesta judía de Pentecostés, que recuerda la entrega por Dios a Moisés de las tablas de la Ley, motivaba la presencia de muchos extranjeros y visitantes que llegaban a Jerusalén desde todas las partes del mundo para celebrar la fiesta judía. Cada uno de ellos oía hablar a los apóstoles en su propio idioma y quedaban admirados por lo que estaban escuchando. Desde ese momento, los apóstoles, dejando atrás miedos e inquietudes, salieron a predicar y a dar testimonio de las enseñanzas de Jesús. Una gran misión tenían que cumplir, con la fuerza que el Espíritu Santo les había dado: Llevar la palabra de Jesús a todas las naciones y bautizar a todos los hombres y mujeres en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Así y en ese día, es cuando podemos decir que comenzó a existir la Iglesia que, veinte siglos después, sigue firme como una roca, a pesar de los ataques que sigue recibiendo, con el sacrificio de tantos santos y mártires, que llegan a dar hasta su propia vida movidos por su fe.
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