Con las celebraciones del Domingo de Ramos, comienza la Semana Santa. Estos días, un numeroso grupo de personas abandona su residencia habitual, para disfrutar de unos días de descanso. Otros, llamados por el sobrecogedor aspecto de nuestra rica imaginería religiosa, acuden a los templos y presencian las procesiones. En cualquier lugar donde te encuentres, podrás encontrar una pequeña iglesia donde encontrarte con Dios y buscar un sentido a los acontecimientos que conmemoramos estos días. Jesús, que había traído un mensaje de amor, paz y reconciliación, se pondrá en manos de sus enemigos. Va a Jerusalén a celebrar la Pascua con sus discípulos. Un grupo de personas le recibe con palmas y gritos de alabanza. Quizá, alguno de ellos estará entre los que, pocos días después, pedirán su muerte inducidos por los judíos. Las celebraciones litúrgicas de hoy destacan dos espectos: una alegre y multitudinaria conmemoración de la entrada en Jerusalén, donde le aclaman los pobres, las gentes sencillas que le han seguido y escuchado por los caminos de Palestina; otro es la austera narración de la Pasión y muerte de Jesús, un hombre inocente con la condena más injusta, el mayor error judicial de la historia de la Humanidad. Estos días son tiempo de reflexión, de emoción contenida, de tratar de entender cómo Dios, en un supremo acto de amor, nos entregó a su Hijo, que murió, en expiación de nuestros pecados, colgado de una cruz. Resucitará, como lo había anunciado.
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