Comienza la
Cuaresma con la imposición, en la frente de los penitentes, de un poco de
ceniza. Nos recuerda que nuestra vida en la tierra es pasajera. No podemos
estar atados de manera permanente a las cosas de este mundo. Nuestro objetivo
definitivo está en el Cielo. En la Iglesia, el sacerdote nos dice hoy:
"Arrepiéntete y cree en el Evangelio". Estamos celebrando el Año de
la Fe. Necesitamos una renovación profunda de nuestras conciencias. Es una
llamada a la conversión y el sacrificio. Las normas del ayuno y la abstinencia
de carne no son un puro capricho sino una forma de acompañar, en su
sufrimiento, a los más necesitados. La solidaridad, el amor, tienen estos días
un mayor relieve en nuestra relación, como seguidores del mensaje de Cristo,
con los pobres y enfermos. Debemos hacer sacrificios, privándonos de algo que
nos gusta, y debemos hacerlo con alegría pues es por amor a Dios, en quien
hemos puesto toda nuestra confianza. Nuestra vida diaria es dura, llena de
incertidumbres, pero debemos procurar mirar hacia adelante con esperanza. El
pecado no puede vencer. Nos vemos perdidos en una sociedad pagana y paganizante
que se ha apartado de Dios. La Cuaresma que se inicia debe ser un tiempo de
transformación no sólo personal sino también de las estructuras de pecado que
nos acompañan en esta sociedad opulenta.
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